Félix Curto



Curto se la juega en cada fotografía. Dice que sólo dispara una vez. En la camioneta ni siquiera lleva trípode. Se la juega al momento decisivo, no sólo de la luz en el paraje, de la polvareda en aquel camino lejano, de las sombras refulgentes en la salina. Cuenta también con la evocación precisa de la música, de la literatura y del cine. De un imaginario poblado de recuerdos de la cultura entre las décadas cincuenta y setenta del siglo XX, la época dorada y referencia absoluta del horizonte de la tradición artística contemporánea: de sus elementos constructivos y estrategias. Hoy, entre muchos de los artistas que, por jóvenes, no vivieron de primera mano aquella efervescencia contracultural, cunde la nostalgia. Algunos intentan ser fieles al espíritu inventando imágenes y entornos entonces imposibles de llevar a cabo, a falta de la revolución digital; otros socavan los traumas de su infancia en una España a la que todo llegaba con veinte años de retraso. En una suerte de resistencia estética frente a la realidad unidimensional, fundamentalista y banal: oponiendo visiones futuristas reconciliatorias, sobrepasando aquello de “demasiado viejo para el rock’n’roll, demasiado joven para morir” y la posterior decepción.
La posición de Félix Curto (Salamanca, 1967) es la reproducción fetichista. Desde que, hace ocho años, se fue a México, tomó el rumbo del style of life on the road. En Curto hay un deseo romántico de autenticidad y con la veracidad de su experiencia al captar cada imagen, la demostración de que todavía existe y es posible. Ahora bien, sus paisajes están desiertos y la aventura es individual. Eso se llama melancolía. Y por tanto, también demuestra, de paso, la marginalidad actual del modelo, la frustración ante la imposibilidad de la reconstrucción colectiva.

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